La experiencia peligrosa de los cuentos de María Ramírez Delgado. Carlos Noguera

Carlos Noguera

        
    Cuando en mi ya remota adolescencia me aproximé a los perturbadores textos de Horacio Quiroga, dos sensaciones asaltaron mi ánimo por igual: la certeza de hallarme frente a un maestro del relato (incluso frente al fundador de una cierta forma de relato) y el convencimiento de que el tema abordado en sus páginas (el mal, el horror, la crueldad, la muerte) requerían de un talento especial, ligado a la destreza narrativa de la que provenía, pero distinto a ella en varios sentidos.  Una vocación a la que, a falta de mejor nombre, llamaré la seducción por la sombra.  Esta palabra a la que Carl Gustav Jung quiso englobar todo lo que de  inferior, despreciable y primitivo entraña la naturaleza humana, cobró  para  mí  desde entonces   el  valor   de   un   territorio  escarpado  y  difícil   en    lo   que   hace    el      laborioso    oficio   de  narrador. Como un campo minado en cuyo recorrido cualquier descuido puede resultar fatal.

            Una impresión semejante me dejó el asombro que acompañó mi encuentro con Augusto Monterroso: aquellos cuentos compactos, casi mínimos, magistrales en su breve esfericidad con los que el escritor guatemalteco llenó buena parte de mis lecturas tempranas.

            Estos dos pormenores de fondo y forma, son los retos que este primer volumen de cuentos de María Ramírez Delgado acomete -y solventa- con singular acierto: el de la sombra y el de la concisión. Una doble labor a la que la autora ha cedido desde sus borradores iniciales.

         En efecto, conocí a María Ramírez Delgado en 1996, en el Taller de Narrativa  del   Centro   de Estudios Literarios Rómulo Gallegos, donde a la sazón me desempeñaba como  coordinador de grupo.  Callada, discreta, casi una niña para entonces, nuestra autora provocaba sorpresas en el equipo con sus agudas intervenciones y con sus cuentos, suerte de breviarios de la crueldad a los que nadie, al verla con su rostro tímido de adolescente discreta, casi frágil, se atrevía a asociarla.  Ninguno la creía capaz de conocer la maldad, ni siquiera en su costado imaginario.  Y sin embargo, es a la maldad, junto al horror, a quienes pertenece la pasta que atraviesa de título a colofón el espíritu de este volumen.

            Pero la filiación quiroguiana que estas páginas exhiben no se reduce a un problema de material a moldear... es también un asunto de pulso: esa crueldad    revestida  de  inocencia,  esa  maldad  que danza ante nosotros con una gracia infantil, casi tierna, esa vocación por la pesadilla en el velo del sueño.

            Pocos territorios de la sombra permanecen ajenos  a  la  exploración  que  el  texto  practica sobre ellos. No son infrecuentes las anécdotas protagonizadas por niños.  Éramos malos, por ejemplo, muestra el ensañamiento infantil contra un compañero de estudios que es golpeado hasta el borde de la muerte, o hasta el horror que se convierte en su equivalente a esa edad, la degradación inerte.  O Una dulce maestra, donde la puesta en escena asume el paisaje de la inquisición, con la señorita en el rol de Torquemada y el sacapuntas eléctrico en el de la hoguera.  O Justificaciones, que nos lleva a la amputación ritual que una niña practica sobre su madre.

            En Papá, la página gira en torno a la delicada mirada con la que el padre, viudo, arropa a la hija, con toda la tibieza del incesto.  Y en La virgen de las coquetas, la seducción y el asesinato de una adolescente nos son narrados, como en Akutagawua, por múltiples voces que nos traen y nos llevan, de modo alterno, desde la muerte hacia ella.
           
            Los personajes, aunque apenas rozados en la eternidad de las breves líneas que los contienen, se nos imponen con la contundencia de un asalto: bebiendo u obsequiando desde su aparente inocencia la infusión del horror.

            Los finales, como el subgénero lo exige, son fronteras contundentes, precisas, inesperadas, que rematan con certeza las historias.

            Y todo el escenario es sostenido por la sustancia de un lenguaje cuya economía de recursos responde a un ritmo que podríamos llamar implacable: la pendiente de la escritura conduce al lector, sin desvíos, hasta el cierre de la parábola donde lo aguarda el estupor de un mago o el espanto del Apocalipsis.

            En fin, creo no exagerar cuando afirmo que el acercamiento a estos cuentos de María Ramírez Delgado podría resultarles una experiencia peligrosa, y que en su lectura podrían no escapar sin heridas... aunque tampoco sin placer.  Por ambas razones (y por otras que la superstición me aconseja callar), no vacilo en retarlos a aventurarse en ellos.