Mi intención no es
hablar de las mascotas, tengamos esto claro, ni de la importancia de las
mascotas en la vida de los hombres, tampoco es mi intención hablar sobre el
trato que damos a los animales, no obstante, debido al interés que ha
despertado en las redes sociales la publicación de la muerte de un perro llamado
Cotufa por presunta incompetencia del lugar al que lo llevaron para
atenderlo. Como siempre las opiniones se
dividen en dos bandos; el grupo de las personas que son solidarias con los
dueños de Cotufa y el grupo de los que señalan la “excesiva” importancia que se
le ha dado al perrito muerto, tomando en cuenta la situación país. Es en esta división en lo que realmente se
centra mi atención.
No nos referimos al
entendimiento que el común tiene de la frase del filósofo cínico Diógenes, que
señala “mientras más conozco a los
hombres, más quiero a mi perro” no, nada más lejos. Una mascota por muy querida
que sea, por mucho que la consideremos un miembro de la familia, es una mascota
y una mascota es precisamente un ser en el que colocamos afecto por y para
determinada circunstancia, lo que la hace irremplazable, la esencia misma de
una mascota es la posesión que tenemos de ella, constituye un instrumento para nuestra felicidad, que
puede ser compañía, las usamos puesto
que ellas viven para nosotros y no para sí mismas. Los animales si bien son
capaces de defenderse y luchar por su vida,
carecen de ciertas capacidades que nos hacen, a nosotros, humanos. Por
eso a los animales se les da un trato
particular, que aún dentro de muchas consideraciones y mimos, es un trato para
los animales y los amamos como tales, aun cuando muchas personas afirmen lo
contrario.
La reflexión a la que
debe movernos, no es la muerte de la mascota en sí, sino a nuestra
versatilidad para movernos en un terreno fangoso, el terreno del dogma. Un
dogma es aquello en lo que se cree ciegamente, es decir, no permite ver más
allá y abarcar otras realidades, puesto que la posición del dogmático lo cierra a ver otras posibilidades, otros
caminos y por tanto a comprender a los que tienen otras ideas diferentes a la
suya, haciéndolo propenso a los juicios ligeros y que se sostienen en falacias. El dogma nos hace creer que somos los dueños de la verdad y aquellos que
no ven el mismo dogma, se presentan como apostatas o ignorantes. Recordemos por un momento la inquisición, o
ciertas ideas políticas.
Indignarse por la
muerte o la desaparición de una mascota no significa la no-indignación ante nuestra
abrumadora cotidianidad sino que, más
bien, suma un punto más a la gran lista de injusticias. Si tomamos como ejemplo
la muerte de Cotufa, veremos como sus dueños lo llevaron a un sitio privado
(que hubiera sido público no diferencia el hecho) en el que ofrecen un servicio,
por el cual se paga, (la gratuidad del servicio no exoneraría la culpa) y parte
de ese servicio consiste en mantener y regresar al animal en el estado de salud
en el que lo recibieron, sin embargo, la tienda no mantuvo parte de su trato
quebrantando su contrato e incluso tratando de engañar a los dueños, lo que
agrava la situación. La mascota en sí misma es irremplazable, pues como ya
hemos explicado, implica una relación entre el animal y el dueño en la que el
dueño le otorga cierto poder a la mascota, ese poder no puede ser traspasado a
otro cualquiera ya que se genera por medio de la temporalidad. Lo que agrava la
situación de esta cualquier infracción es que rompe las relaciones de confianza que se
establecen en la sociedad y genera un daño global en el sistema, ¿puedo
confiarle a otros locales mi mascota? ¿Son capaces los dueños de locales de
cuidado de atender a un animal? ¿Conseguiré las medicinas que necesito? ¿Qué me
ocurrirá si pierdo mi pasaporte en otro país? Esa es la transgresión moral que genera el que
produce un daño y que perjudica a todos los otros involucrados. El daño que se produce al romper el contrato
social no sólo es particular (a los
dueños de Cotufa o al que pierde su pasaporte en el exterior) sino que es un
daño que se extiende a toda la sociedad, pues violenta la confianza entre sus
miembros.
Ahora bien, si
regresamos a nuestro problema del dogma, esté surge cuando no somos capaces de
darnos cuenta del otro, cuando vemos al otro como una mascota que usamos para
afirmar lo que nosotros creemos que es la verdad, y esa ofuscación nos impide
ver que estamos tan imbuidos en actos de injusticia cotidiana que compiten
entre sí imposibilitando que nos aboquemos a un problema concreto, nuestra
mirada individualista no nos permite hacer un balance de daños completo y “toleramos
el mal” que consideramos menor, sin darnos cuenta de que cuando toleramos un mal porque lo
consideramos menor, estamos abriendo la puerta a la tolerancia de otros
males que otros individuos, consideren
menores. Continuamente clamamos porque se haga algo, pero nos quedamos en la
protesta en las redes sociales, lo que constituye en sí mismo
un grito en el desierto, en ese lugar en
el que los árboles caen y nadie puede escucharlos, esperando que ese grito
ahogado genere algún cambio significativo que solo puede producirse cuando
comprendamos que todos somos parte de esa tolerancia.