El simple palpitar del haiku. Carmen Rosa Gómez

           
                                                                                   
                                                                   Por: Carmen Rosa Gómez. 


      Simple.  El haiku suele engañarnos vestido de simpleza. Sí, simple.  Así luce, pero no hay que quedarse en la superficie de esa minimalista expresión poética.  Cada haiku atrapa un instante de vida, una circunstancia, un tema y su entorno.  Sus  17 sílabas no dan espacio a las divagaciones.  Sus versos significan, son y se convierten en un largo camino a la identificación humana que lleva a quien los lee a lugares aparentemente olvidados de su propia realidad.
           
Y ya no es tan simple.
           
Se inicia su lectura y el haiku muta en un verdadero espejo, en el cual el lector logra reflejarse y recrearse.  Parte de lo cotidiano, de los detalles de la naturaleza, para sorprendernos con verdades eternas y universales, con esas realidades que compartimos todos sin darnos cuenta y que nos hacen parte de una conciencia humana común, aunque sólo intercambiemos en pequeñas cuotas permitidas por las razas y las culturas.  No en vano su origen es japonés, pero el significado del haiku es amplio, da lugar para todos.  Y es gracias  a esto que una venezolana a los 28 años se permite acomodarse en el género  y adaptarlo a la realidad del país donde nació, creció y se formó como escritora.  Aquí no importa su experiencia o sus reconocimientos, sólo basta su talento para retratar verdades y el peso sutil de su pluma sobre nuestras conciencias.  María Ramírez Delgado como autora va más allá e, incluso, se atreve a bautizar la historia del haiku en Venezuela, y se da el gusto de sacar el espejo y ponerlo allí, a la disposición de quien corra el riesgo de confrontarse con sus palabras, ya sea en Caracas, en Taipei, en Nueva York  o en Sofía.
           
Reflexionar sobre la base que da vida a los versos presentados en haikus me obliga a recordar a Gastón Bachelard, quien planteaba la diferencia entre contemplación e intervención.  Para establecerla, el filósofo  partía del elemento agua y consideraba su relación con  el elemento tierra.  En esa combinación ya estaba implicado el sentido de lo primigenio, en esa masa, en ese barro, en esa arcilla, ya venía dada  la esencia misma del hombre.  Se puede observar la masa, pensar en ella, proyectarla;  y se puede meter la mano en ella, darle forma, recrearla.  Allí está la diferencia entre contemplación e intervención.  Bachelard  deseaba que la filosofía metiera ambas manos  en el barro y que a partir de la creación siguiera camino.  El arte del haiku lo logra.  El lector mete el cuerpo por entero, porque no puede ser sólo un espectador de su verdad, y allí, adentro, entiende que la vida hace de esa mezcla de agua y tierra que fue modelada bajo un soplo divino.
           
En El barro de Lesbos y otros haikus (no podia ser mas acertado el título)  el lector queda atrapado sin que lo quiera.  Si se ama este subgénero literario difícilmente te puede ser un observador ajeno al ritmo impuesto por la corriente de emociones que encierran los versos de la autora.  Hay que caer, dejarse caer y permitirse llegar a la salida del camino de la mano de quien escribe los versos.
           
María  Ramírez Delgado camina libremente en este subgénero. Sus imágenes son cristalinas, puras, dispuestas a mostrar pasajes cotidianos casi intrascendentes y perpetuar con ellos las sensaciones que alborotan  las almas.  Se mueve con serenidad entre los temores, las alegrías, las ramas  que nos construyen la vida, casi como si avanzara por su casa, en donde ha vivido por años, y que conoce a la perfección.  Quien la lee se siente invitado a pasar, a sentarse a la sala junto a su familia, a dejarse atender por el asalto de sus nostalgias, por el grito de sus risas, por la quietud de sus paisajes, por el susto de sus afirmaciones,  por el espasmo de sus dudas, por la ambigüedad de sus sentimientos.  En cada rasgo que define sus versos hay, además,  una identidad nacional que hace de ellos una manifestación inequívoca del género.  Los maestros del haiku pueden advertir cómo ella cambia las lluvias tempranas del junio japonés  por las incontrolables lluvias del mayo venezolano, y cómo, sin casi advertirlo, nos hace recorrer la geografía del país a partir de pinceladas tan sutiles como turpial suspendido, perfume de chicharras o Avila rota.  Palabras que así, sueltas, ya nos brindan una ubicación espacial y casi, también temporal.  Cada haiku de María  Ramírez Delgado se nos abre como una historia a la que no podemos renunciar.
           
Ella intenta decir Dejé mi Safo/  en el barro de Lesbos/  se fue, no volvió pero el lector sabe que ha vuelto.  Y no hay opción, sólo queda sumergirse.