A Marcos
Toro
El patio
del colegio era
una nube espesa
de tierra gris
que lo llenaba todo,
pero ninguno de
los niños parecía
respirarla, se movían
de un lado
a otro, envueltos
en gritos. Corrían
detrás de Jesús que
hace un rato, cuando
empezó el recreo,
se había atrevido a darle un empujón a Andrés.
El calor
inmenso de finales de mayo se convertía en vapor que se escapaba del piso, de
los pupitres, de las paredes azules con sus rodapiés de tierra. Se escapaba y se pegaba como la lepra a la
espalda de Jesús, pequeñito y delgado.
"Manguero". Como le decía Andrés desde abril,
porque no había
día que eso no
fuera la merienda de Jesús. Andrés, era
alto, grande y el más malo, porque éramos malos. Ese hijo de la maestra de tercer grado
siempre con el uniforme impecable, la mejor nota, la merienda inmensa.
Aquella tarde en el recreo no hubo ninguna
pelea, ni nada parecido, era más bien cansancio de escuchar tanto la voz gorda
de Andrés gritándole: ¡manguero! Cansado
estaba de las risas y de los silencios de las maestras, del sabor a mango en el cuerpo, de la
soledad en las tardes. Por eso solo bastó escuchar a Andrés y sentir que una lava
desconocida le subía por la piel como un enjambre, sentir el pecho de jinete, y
un dolor le salía hasta la garganta. Y
se atrevió, se le acercó a Andrés por la espalda, con un empujón
quebradizo. Andrés ni siquiera se movió,
fue más bien una cosquillita que quería ser un empujón. Desde allí todo fue
correr en aquel patio que se hacía pequeño, y Andrés corría detrás, con la respiración agitada y los pies
cansados. Se tambaleo, cayó; jalaba el
aire como tratando de quitárselo a todos, se puso morado, flácido, endeble.
Sentado en el piso del patio con la cara sudada y sucia. Convertido en sólo un niño cansado de
correr.
Jesús se
detuvo allá, lejos, casi en la entrada del colegio a descansar su triunfo
triste de verlo derribado.
Después
como una nube un ejército de camisas blancas agobiante marchaba hasta Jesús, lo perseguía. Jesús corría, incansable, tomándose todo el
aire; aquellos le trancaron el paso por allá, nosotros por acá, cada vez más
cerca, todo era ese polvo gris que se levantaba y casi no dejaba ver dónde estaban,
de dónde venían; era inútil, aquellos cayeron sobre él, Jesús que se resistía revolcándose en un piso
ahora más gris y más húmedo. Se encontró sostenido en los brazos de aquellos,
que lo miraban, curiosos, sanguinarios.
Lo llevamos hasta los pies de Andrés, ya calmado, pero con la camisa
envuelta en sudor amarillento y agrio.
Andrés, por primera vez se percató de la delgadez de Jesús, de su ropa
sucia, lo miró hasta casi gastarlo.
Jesús no
lo veía, quería esconderse bajo sus zapatos, cerca del polvo, cerrar los ojos, no llorar, estaba solo con
ese tapón doloroso en medio del cuerpo.
Aquellos
lo soltaron. Aquellos esperaron. Andrés se preparó, empuñó las manos y soltó
sobre la espalda de Jesús aquel puño cerrado que lo derribó. Jesús se quedó allí unos segundos, con la
cara metida en la tierra, se levantó, se sacudió el polvo. Andrés lo miró con asco, con rabia. Ni una lágrima, es que no le había sacado ni
una lágrima.
Y se
arrojó sobre él. Donde todo fue darle, el peso de Andrés sobre el cuerpo de Jesús,
la cara sucia, el polvo creciendo sobre
ellos. Aquellos y nosotros gritando
duro, dale duro.
El polvo se asentaba alrededor de los
niños, Jesús no se movía, aquella cosita no era más que una masa roja y rota
cuando las maestras vinieron a verlos. Jesús cayó allí, inmóvil, no se quejaba
el manguero. Todo era sudor, pero sin lágrimas.
Publicado en: Éramos malos y otros textos
agrios
Funsagu Ediciones, 2002
Maracay – Venezuela